Desafiamos mil consejos y una docena de ruegos familiares. Fue la última luna llena la que nos incitó a hacerlo, a pesar de todas las advertencias y presagios. Solo el viejo Rümshmaier había regresado para balbucear algunas incoherencias, y pocos creyeron su pávida versión entre vahos etílicos. Por Pedro Krulewesky, periodista. Otros lo intentaron pero se refugiaron en el silencio para sepultar rastros del encuentro con «ellos», los moradores de la casa del 14. Cuando los Zambrano compraron la propiedad supieron que no podrían hacer demasiado. Pero era una gran oportunidad por las cientos de hectáreas de pino que rodeaban la vivienda; aunque más bien la ahogaban contra la encrucijada cercana al arroyo. Fué Ernesto quien nos autorizó a visitar el lugar -‘pero nada de querer entrar a la casa, sólo hasta la entrada’- nos puso en claro. El centelleo de luces -supusimos velas- en el interior nos atrajo hasta los ventanales. Rodeamos varias veces la casa y esos resplandores parecían seguirnos. Y detenerse cuando nos deteníamos. No había otros movimientos. El de alguna lechuza sobrevolando la galería, o esa comadreja escalando la añosa guayuvira. La luna caía sobre las tejas del techo como un manto de escarcha y proyectaba sombras en la dormida chimenea. Cuando resonó el alarido resquebrajó la quietud y todo destelló como en una explosión que nos atravesó el pecho. No pudimos correr de esos pares de brazos que nos asfixiaban arrastrándonos hacia la escalera de cemento. Ya no la ví a Bety; pero sentí sus gritos perderse en la oscuridad mientras me deshacía del ahogo helado y jadiante. Grité su nombre hasta la ronquera y el azote del viento fue toda la respuesta. Desperté en un húmedo sótano, junto a ella. A nuestro alrededor -cuidadosamente ordenados- cinco esqueletos enfundados en uniformes militares nos flanqueaban asemejando una severa guardia marcial. Rudy no dudó en decirlo cuando fuimos a contarle. -‘Mi padre fué amigo de Klinsmann; estaba loco, y había jurado que si Hitler perdía la guerra iba a matar a su familia y suicidarse. Él fue quien primero vió los cuerpos, pero nadie se atrevió a hacer algo. Por eso siguen ahí, gritando su dolor eterno hasta que alguien se apiade y les quite esa condenación’-. No seremos nosotros. Tal vez lo sea el próximo visitante, antes que termine de despoblarse la zona.
